Todo lo que nos rodea es química. Nosotros, incluso, estamos hechos de átomos y moléculas. En nuestras células se producen millones de reacciones cada minuto. Y claro, con tanta química por ahí, las diferentes sustancias químicas producen distintos efectos en nuestro organismo.
La cafeína nos mantiene despiertos. El paracetamol nos baja la fiebre. La capsaicina es la culpable de los pimientos y los chiles nos resulten picantes. Estas moléculas son ‘principios activos’. Sustancias que, por diferentes motivos, interaccionan con nuestras células y desencadenan una determinada respuesta.
Los principios activos son los ingredientes principales de los medicamentos. Pero no los únicos. Los medicamentos también tienen otros ingredientes llamados excipientes que ayudan a que podamos tomarlos y absorberlos más fácilmente. Otros excipientes pueden ser también edulcorantes, saborizantes y colorantes, que ayudan a que los medicamentos tengan mejor sabor.
Muchos principios activos se encuentran en la naturaleza. El ejemplo más clásico es, sin duda, el ácido salicílico, un precursor de la aspirina que se aísla de la corteza del sauce. Se dice que las antiguas civilizaciones ya utilizaban ungüentos de sauce para calmar el dolor.
Incluso hay estudios que sugieren que los neandertales también conocían los efectos terapéuticos de este árbol. Pero los recursos naturales son limitados. Por ello, los químicos han encontrado maneras de preparar estas sustancias en sus laboratorios.
Los principios activos sintetizados en el laboratorio son exactamente iguales a los que se aíslan de la naturaleza. Totalmente indistinguibles. La morfina que se prepara en un matraz tiene el mismo efecto que la que se aísla de las amapolas. Además de preservar los recursos naturales, al preparar los fármacos en un laboratorio aseguramos su pureza.